viernes, 20 de marzo de 2015

Sonia Betancort


Nadie me salva de mí.
Me veo inflamar un dolor
que me transfigura hasta enloquecer.
Subrayo mi abismo,
trazo las líneas de su apabullante flagelo,
caigo del hemisferio izquierdo del mundo,
como si me abandonara el disfraz del equilibrio.

Nada es suave en el mirarse,
ni siquiera el recuerdo
de unos zapatitos de charol,
el fácil discurrir de tu beso
en las solapas blandas de mi boca,
la puerta giratoria
en la que de pronto tuve miedo.

Una oruga indiscreta atraviesa mi necesidad.
Corro hacia mí, envuelta en mí
me convierto en un ser irresistible,
convocado por su desfiladero.
Soy tajo y cuenca,
la quebrada insuficiente de un campo
donde busco los rostros de mi corazón,
devueltos de mí en el peso de una piedra.

Por eso me invento un otro
que abre las puertas,
que descorre el telón,
que sostiene el escenario
o propone una calle cualquiera
desde la que saludo abiertamente al vértigo,
como si me atrapara una fotografía.

Invento a un otro que verifica el precipicio,
la desfiguración de mi propio abandono de mí,
la fosa ilimitada de mi debilidad.
Invento a otro que justifique mi insignificante derrota,
porque no soporto
que mi desvelo de ser todo
coincida irónicamente con la nada.

2 comentarios:

Pedro Ojeda Escudero dijo...

Es muy duro este poema de la incertidumbre propia.
Un beso.

Myriam dijo...

Como Pedro dice, es duro.

Besos, Mayca, y feliz primavera.